Leer: Hebreos 10:1-14
Todos nuestros pecados, pasados, presentes y futuros son perdonados cuando aceptamos el regalo que el Señor Jesucristo nos dio al morir en la cruz y resucitar.
La gracia de Dios no tiene límites. Cristo no solo borró nuestros pecados pasados, presentes y futuros; también pagó por los males de cada generación. Cuando los antiguos israelitas llevaban una cabra o un cordero al templo para un sacrificio, ponían sus manos sobre la cabeza del animal y confesaban sus pecados. Luego, el sacerdote mataba al animal y rociaba parte de su sangre sobre el altar de la expiación. El rito simbolizaba el pago del confesor por el pecado.
Pero el cordero no podía realmente asumir el pecado y morir en lugar de la persona (HE 10.4). Si la sangre de un animal pudiera borrar una deuda de pecado, entonces la muerte del Señor Jesucristo habría sido innecesaria. El rito de sacrificar un cordero fue idea del Padre (Lv 4), aunque el acto en sí era simbólico. Dios estableció tales ofrendas como ilustración de la seriedad del pecado. La práctica también apuntaba a la muerte sacrificial perfecta de Cristo a nuestro favor y la salvación que Él trae.
Al igual que los israelitas, nosotros también debemos mirar a un cordero: El Cordero de Dios (Jn 1.29). Cuando aceptamos el sacrificio del Señor Jesucristo por nuestros pecados, somos perdonados para siempre.