Leer: 2 Reyes 4:8-37; Salmo 114:1-8
El más grande privilegio que tenemos como hijos de Dios es que poseemos una audiencia privada con nuestro Padre Celestial que no tiene límites de tiempo ni espacio. La falta de conocimiento sobre la vida de oración y sus resultados nos ha llevado en muchas ocasiones a vivir una vida escasa de poder y victoria, o a debatirnos en medio del dolor o la desesperanza cuando vivimos situaciones que son superiores a nuestras fuerzas o conocimientos, y que se nos hace imposible soportar o resolver. Este fue el caso del rey Ezequías ante la llegada inminente de la muerte. Sin embargo, hizo lo único que podía y sabía hacer en estas circunstancias: Oró, y Dios fue propicio a su necesidad.
El poder de la oración es tan grande, que el Señor en su Palabra nos muestra de qué manera los hombres de fe alcanzaron sus propósitos y objetivos al disponerse a hablar con su Creador. Orar es comunicarnos de una manera directa con el único que puede dar solución a nuestras necesidades. A través de muchos momentos de gran necesidad, en los que he visto el respaldo sobrenatural y la gracia divina viniendo en mi auxilio o el de mi familia, he podido descubrir que existen varios principios que debemos aplicar para que nuestra oración sea respondida, los cuales puedo resumir como sigue:
• Deseo Ferviente: Debe quemar ardientemente nuestro corazón. Una oración que no toca el corazón del que ora, tampoco tocará el corazón de Dios. Por esta razón debemos tener un genuino deseo delante de Dios. Ezequías lo hizo con lágrimas
• Pedir: Algunas veces el corazón está deseoso, pero no obtiene lo que quiere, pues no hace una petición conforme a la voluntad de Dios
• Obediencia: Dios oye mi oración, pero es necesario que aprenda a escucharle primero. Dios escucha la voz de aquellos que le obedecen
• Fe: Es creerle a Dios, tener confianza en su misericordia y en su poder. Saber que lo que se espera en Él, llegará; lo que no se ve, se hará realidad
• Alabanza: ¡Alegrémonos y demos gracias! La respuesta efectiva y certera siempre va precedida por la alabanza y la gratitud, pues esta es una actitud que viene de la confianza en que Dios es nuestro Padre y nos ama, y no en la urgente necesidad de ver resuelto un problema.