No existe una manera más sublime y profunda en que Dios pueda manifestar su amor a la humanidad, sino a través de la Salvación. La obra de Cristo en la cruz constituye la más grande garantía del amor que Dios tiene por los seres humanos.
De la misma manera, el ser portadores de ese mensaje de salvación, se constituye también en la mayor muestra de amor que los hombres y las mujeres pueden tener hacia Dios y hacia los demás.
Existen muchas personas cuya relación con Dios ha quedado limitada a un formalismo, ritual o ceremonia, y su corazón, reducido a un duro témpano de hielo, tan frío que se ha congelado el entusiasmo por contar las hermosas experiencias de vida y de poder, que Dios produce en nuestro ser. Sin embargo, Jesús nos invita a ser anunciadores del ministerio de la reconciliación, para que los seres humanos tengan la oportunidad de reencontrarse con Él y disfrutar de su amor y la nueva vida que les ofrece.
Es Dios mismo quien como Padre se deleita y se goza en actuar en nosotros y a través de nosotros. Su estrategia es que cada uno de aquellos que reciben su mensaje, se convierta en discípulo de Cristo y acepte el reto de volverse formador de discípulos. Para esto, nos da su Santo Espíritu quien nos impregna de convencimiento, entusiasmo y motivación.
El Espíritu Santo nos habilita dándonos poder, denuedo y dinámica por ver su gloria en la tierra donde nos ha puesto. Ahora bien, este mandato fue dado a todo hijo de Dios. No es para unos pocos. Después de conocer a Cristo, es nuestra responsabilidad ser sus testigos hasta lo último de la tierra.
La mies sigue siendo mucha y los obreros siguen siendo pocos.